domingo, 15 de agosto de 2010

CRÓNICA DE UNA NOCHE LIMEÑA

1
De pronto volteé… ¡puta mare! estoy en Calloma a las once de la noche

2
Tenía que llegar a un hostal “La Casona”, que se supone queda en el Jr. Moquegua, sencillo y preciso, lo malo es que, iban cuarenta y cinco minutos buscando la calle que sentía huía de mí. La mochila con mis dos libros, y algunos más que compré luego de dos horas y media en Amazonas, ya pesaban; exigían ser leídos. Es raro el magnetismo con que te atrapa un libro para que lo acojas en tus manos, le des la calidez de la lectura y justifiques su existencia mientras lo rumias en tu conciencia, en tus sueños, con tus amigos y lo inmortalices en tus tertulias.
Con la preocupación que sentía por no leer los libros que llevaba conmigo en la espalda como una cría de mujer serrana, olvidé el peligro que corría por caminar tan tarde en una calle limeña. Era tan seguro que me asalten y, por robarme, me acuchillen o me desfiguren o me descuarticen o, sencillamente, me baleen por diversión.
Caminé un par de cuadras rastreando la dirección. Me topé con un desgraciado que exhibía, sin culpa alguna, parte de su tibia, seguro ya se la habrá enfriado-pensé-. Quise darle mi polera; pero, era él o yo quien tendría al frío como acompañante lo que quedaba de noche. Aceleré el paso, a la par que lo hizo mi corazón, y con cada avance dudaba más de mi suerte. El temor serpenteaba dentro de mí e inyectaba su dosis de desesperación; mis piernas, infectas por el temor, se aletargaban y vibraban como dos tendederos suspendidos en el aire.
Volteé por Tacna y el panorama no mejoraba, sólo habían dos perros magros y sarnosos destrozando con hambre y con ira las dos bolsas de basura tiradas en la pista, unos metros arriba hacían lo suyo, y con más salvajismo, una familia de recicladores. Escogían, separaban, recogían, olfateaban, lamían, rugían y guardaban los hediondos desperdicios. Con mirada en el suelo, y la capucha en la testa, había desaparecido el sonido de mis pasos, no respiré, ni murmuré, ni siquiera pensé, sólo flote en la húmeda atmósfera del aire limeño. Cuando reaccioné, levanté la mirada y vi una pared de lunas de un edificio gris, emblema de la ciudad de Lima, miré mis ojos y sabía que estaba jodida mi situación.
Continué mi marcha silenciosa y vibrante, mientras mis piernas temblorosas me dirigían a cualquier camino, mi mente procuraba encontrar la casona con una pileta en el patio con un rótulo que diga La Casona , o siquiera un patrullero que ayude mi destino.
Con mi mente angustiada y los huevos encogidos por el temor y el frío, no, sólo por el temor; escuché una guitarra con una voz grave y criolla ¡de verdad estaba en Lima! Llegué a la puerta de una peña. Miré unos segundos el interior del lugar, a través de su puerta con lunas, vi una jarana muy buena en pleno transcurso, ¡qué jodida se estaba dando esa gente! Era viernes, es lo común. Mientras frotaba las escasas monedas dentro de mi bolsillo, masticaba la idea de entrar ahí, pedir una vaso de cerveza y encender el último Hamilton light que me quedaba. Todo tendría que durarme hasta el día siguiente; al menos, hasta que me boten del lugar ¡no! –exclamé en voz alta- ¿acaso no hay hoteles en esta ciudad? ¿Tendría que culearme un maricón para que me dé posada?
Con ocho pasos que iban mermando en firmeza, regresó mi fe al ver el patio en la entrada, resguardado por un portón colonial carcomido por el maltrato del tiempo y que entre sus líneas guarda historia, acompañado de un cartel hecho a mano que, en ese momento se aproximaba a mí refulgente. Era el hostal del Jr. Moquegua que por una hora y quince minutos estuve maldiciendo y llorando. Era una epifanía, temía que nunca se revelara y que me violaran un par de negros maricones con faldas y lápiz rojo.
Entré. Pagué a un viejito poco saludable por una habitación con televisor y baño propio. Calmado, subí con él hasta el cuarto 266, en verdad era una casona, tenía un corredor bastante sombrío en el segundo piso, como un poema de Baudelaire. Lo alumbraba un farolito y acompañaba una banca de junco para tres al lado izquierdo sobre el piso de parqué. Se oía como rechinaban las tablas viejas; se quejaban, como un anciano, sólo deseaban descansar.
El anciano abrió la puerta, y se marchó. Temeroso, entré al cuarto; el miedo era mayor al que tenía en la calle; palpando la pared encontré el interruptor y vi lo que anduve buscando desesperado por largo rato. Encontré un cuarto con piso de madera chillona tapizada con una alfombra azul oscuro-brillante, una pared de adobe color celeste, que supongo hacía juego con el suelo. La altura del cuarto era, calculo, de seis metros con techo de madera burdamente pintado de un celeste más oscuro. Coqueteaban dos cuadros costumbristas con uno naturalista. Mi cama, con cabezal color mármol amarillento, conjugaba en armonía con dos mesas de noche, distribuidas a cada costado. A un lado del cuarto se imponía un tocador de mujer, muy apropiado para la combinación con la cama y los veladores, todos adornados con volutas que se encorvaban para soportar unos tallados de rosas y flores.
El televisor, por el que había pagado algo más, era de doce pulgadas, estaba soportado por una mesa alta de 20”. Ver al televisor en ese estado movió mi compasión y me negué a prenderlo.
Ya pagué –pensé con resignación- . Me quité las zapatillas que guardaban unos pies sudorosos de buen caminante; el polo empapado, hubo sol esa tarde; y mi jean oscuro; las medias las dejé, hacía frío. Al verme en bóxer me dirigí al baño; si creí que mi cuarto era una broma, mi baño era una payasada. Una habitación de dos metros por tres, había sido distribuida para un inodoro rosado, un lavatorio pequeño y rosado, una ducha sin cortinas; todo conjugado por el moderno enchapado de cerámicas rosadas de los años 60’s. Por cierto, el foco era tan tenue, que me tropecé al bajar el desnivel del baño al cuarto, en verdad, todo era muy lúgubre.
Imposibilitado de poder leer por la precariedad de condiciones, me dispuse a dormir. Oré, agradecí, supliqué, reclamé y me persigné.
Me recosté, acomodé; mencioné unas tantas veces a la fallecida madre del anciano cuartelero y me entregué al sueño.

3
De pronto me incorporé… ¡puta mare! estoy en un cuartucho limeño a las doce y media de la noche.

domingo, 1 de agosto de 2010

CULTURA DE AMOR. Análisis semi filológico de la humanidad


La necesidad de una compañía, un soporte que impulse a un ser al desarrollo personal y la satisfacción de un logro emocional y espiritual, se ha hecho evidente en el transcurso de la evolución de la especie y cultura humana.
Las agrupaciones en hordas, comunidad de salvajes nómadas; deja en evidencia el imperativo del ser por la búsqueda de alguien compatible consigo para alcanzar y compartir el desarrollo que se logra o la protección mutua. Esta idea de búsqueda se sustenta en el pensamiento variante de cada cultura y su cultura de amor.
Las civilizaciones antiguas moldeaban el ideal del éxito con dos principios supremos en la vida de un hombre: alcanzar el reconocimiento de los demás, o la gloria; y el encontrar a alguien para el resto de la vida. Es en la búsqueda de otra persona en que se presentan mayores y más recurrentes vicisitudes, para dar mejor soporte a la afirmación anterior recurro a la fuente más próxima y fidedigna que he podido encontrar, la literatura. En los cantos épicos homéricos se contrasta esta estrecha relación entre gloria y amor. Por un lado, se encuentra Aquiles, La Iliada, portento de gloria y coraje que cae preso ante la presencia de la sacerdotisa troyana, Briseida; y es a partir de ella por quien desprende una lucha interna de su instinto animal y un letargo de gozo y felicidad. En otro trecho se encuentra Ulises, personaje de la Odisea que busca gloria en la también discutida Guerra de Troya; pero, es el amor en el que alcanzaría su verdadero éxito, la fidelidad de su esposa y amor de juventud, Penélope, con quien comparte el trono de Ítaca. Su espíritu de supervivencia es motivado por el anhelo de volver a tocar la piel de los labios de su amada.
En contraste, con la cultura griega se encuentra la cultura meso oriental. En éstas culturas también el eje de la búsqueda del amor gira en la construcción de las más fantásticas historias cosmogónicas de sus religiones y de historias recogidas del folclore árabe e hindú. Caso expreso es el “Ramayana”; en ésta monumental obra se desmiembra, de entre otros temas, el amor que le profesa el semidiós, Rama, conjurado por la libación de su padre de la ambrosía que se le otorga para engendrar seres de absoluta calidad moral y valor; a su amada Sita, otra semidiosa, conjurada de forma similar por la diosa de la tierra. En este idilio de la idiosincrasia árabe, regido por su religión y preceptos morales, la necesidad que siente Rama por Sita hace que éste sea protagonista de una memorable guerra contra el genio maléfico Ravana. Rama ayudado por un ejército de monos, liderados por Hanuman vence al antagonista de un flechazo de un arma divina. Sita desencadena una cruenta guerra que es ejecutada con gran fervor por Rama con el fin de conseguir la compañía de su amada para una vida de felicidad plena, como si el sacerdote Valmiky, autor del Ramayana entendiese que es necesario la presencia femenina para una vida plena.
Esta idea de éxito: Alcanzar la gloria en función a la virtud humana y lograr la fidelidad de una compañía; se contrasta de igual manera en el desenvolvimiento de las historias de “Las mil y una Noches”, conjunto de cuentos de la tradición popular árabe. En algunos de estos breves relatos moralizadores se exalta el sentimiento de los declives sentimentales de personajes virtuosos que se dejan llevar por el pensamiento de su corazón.
Para la época medieval el ideal de éxito se transforma en: alcanzar el poder, lograr un conjunto de valores morales óptimo y el amor de una mujer. Es esta visión la que desarrollan las novelas de caballería, en que el protagonista, lleno de virtudes envidiables, lucha por el amor de una doncella y lograr cierto reconocimiento en la corte de su reino; véase caso explícito de lo mencionado en Amadís en la novela “Amadís de Gaula” de autoría anónima. El personaje, aunque dotado de grandes cualidades físicas, sobresale por su gran calidad moral ante su corte y su amada. Rigiéndome al tema del presente, me permito mencionar un pasaje en el cual el protagonista se ve en sumido dolor por la desconfianza de su amada por creerlo fiel al amor de otra doncella; tal es la reacción del caballero que se condena al ostracismo de la Isla de donde es rey para culminar su existencia en un claustro de anacoretas. Flagelando su cuerpo con privaciones de comida, sueño y pensamientos dolorosos es que Amadís aún conserva su amor incólume por su amada Oriana guardando agradable recuerdo de la misma; aún en las más terribles situaciones, sin perder cualquier ilusión de recibir su amor, hecho que ocurre al concretarse las nupcias con la misma. Es indiscutible que la concepción del amor en la literatura medieval se concibe como un paroxismo capaz de hacer actos inconmensurables.Otro caso particular es el joven Dante, La Divina Comedia, que en mitad del camino de su vida ingresa a la selva oscura en busca de Beatriz, su amada; a quien abraza luego de haber recorrido los nueve círculos del infierno y purgatorio junto a Virgilio, y otros más del cielo junto a su fe.
Para la época moderna, los propósitos de un hombre son dos, de igual manera: la adquisición de la libertad y la concreción de un amor. Este pensamiento se entiende cuando se llega a la esencia del romanticismo. La lectura combinada de Los miserables y de Nuestra Señora de París, baluartes del movimiento romántico francés del siglo XIX, deja en claro esta concepción. Un hombre no puede morir sin ser libre ni haber dejado de sufrir por un amor no correspondido. De lo segundo, se ha valido, el romanticismo, para calar en las conciencias de los comunes hasta el punto de asociar al pensamiento romántico como un eterno sufrir del hombre y una imagen cursi de la persona por este amor doliente. Sería mezquino y vacío este comentario si dejase de mencionar a Gustavo Bécquer como portento de la lírica romántica. Sus Rimas han calado tan profundamente dentro de las conciencias humanas que han logrado sensibilizar a todo ser vivo: “… podrá romperse el eje de la tierra como un débil cristal... ¡Todo sucederá! Podrá la muerte cubrirme con su fúnebre crespón, pero jamás podrá apagarse en mi la llama de tu amor”.
Por último, en la época moderna ya se ha pluralizado el ideal de éxito en las culturas contemporáneas, las personas se han automatizado para cumplir con sus trabajos y encajar en una rutina despreciando el tiempo para su lado humano, ensimismarse y retomar su verdadero propósito, disfrazan su felicidad con las compensaciones crematísticas y logros individuales; no obstante, el ideal de amor continua vigente, aunque nuevamente re direccionado. El amor ya no se encuentra en esa concepción arcaica anacrónica, de algo que parecía ser una entelequia y que sólo se convertía en realidad en las mentes ociosas de los creadores de las obras clásicas universales, arriba mencionadas. Aún sigue vigente esa necesidad de compañerismo y apoyo incondicional, aunque en nuevas formas de amor, como el amor homosexual; un ejemplo es “Ferdinand. La paloma Torcaz” del francés André Gide; relata una noche envuelta en un ambiente lascivo entre dos personajes masculinos, del que se cree es el propio Gide y un joven incitado a experimentar, Ferdinand.
El amor carnal, aunque, puede entenderse también como una simple pasión, un instinto meramente animal; como el de Tomás y Sabina en La Insoportable levedad del ser. Milán Kundera otorga el sentido de vida y la llama humana que se pierde con la rutina a través del sexo, una nueva valoración para un tema que había sido tabú para culturas anteriores, o, en todo caso, inconcebible; exceptuando al pensamiento religioso mesoriental que interpreta al sexo como medio para llegar al nirvana, por lo mismo que es una religión. Esta historia concupiscente que encubre un fondo existencial deja ver la necesidad del hombre de una compañía, un soporte emocional del que se pueda valer y confiar.
Luego de haber dado un repaso por todas estas concepciones culturales de amor, queda respondida la interrogante que ha sucumbido las conciencias de los hombres a lo largo del tiempo, la que se refiere si el hombre es capaz de amar. El hombre ama, de distintas formas, pero ama. Esas formas son reflejo de su idiosincrasia.


*Acuarela de la autoría del español Picasso titulada "etreinte" (abrazo)