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De pronto volteé… ¡puta mare! estoy en Calloma a las once de la noche
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Tenía que llegar a un hostal “La Casona”, que se supone queda en el Jr. Moquegua, sencillo y preciso, lo malo es que, iban cuarenta y cinco minutos buscando la calle que sentía huía de mí. La mochila con mis dos libros, y algunos más que compré luego de dos horas y media en Amazonas, ya pesaban; exigían ser leídos. Es raro el magnetismo con que te atrapa un libro para que lo acojas en tus manos, le des la calidez de la lectura y justifiques su existencia mientras lo rumias en tu conciencia, en tus sueños, con tus amigos y lo inmortalices en tus tertulias.
Con la preocupación que sentía por no leer los libros que llevaba conmigo en la espalda como una cría de mujer serrana, olvidé el peligro que corría por caminar tan tarde en una calle limeña. Era tan seguro que me asalten y, por robarme, me acuchillen o me desfiguren o me descuarticen o, sencillamente, me baleen por diversión.
Caminé un par de cuadras rastreando la dirección. Me topé con un desgraciado que exhibía, sin culpa alguna, parte de su tibia, seguro ya se la habrá enfriado-pensé-. Quise darle mi polera; pero, era él o yo quien tendría al frío como acompañante lo que quedaba de noche. Aceleré el paso, a la par que lo hizo mi corazón, y con cada avance dudaba más de mi suerte. El temor serpenteaba dentro de mí e inyectaba su dosis de desesperación; mis piernas, infectas por el temor, se aletargaban y vibraban como dos tendederos suspendidos en el aire.
Volteé por Tacna y el panorama no mejoraba, sólo habían dos perros magros y sarnosos destrozando con hambre y con ira las dos bolsas de basura tiradas en la pista, unos metros arriba hacían lo suyo, y con más salvajismo, una familia de recicladores. Escogían, separaban, recogían, olfateaban, lamían, rugían y guardaban los hediondos desperdicios. Con mirada en el suelo, y la capucha en la testa, había desaparecido el sonido de mis pasos, no respiré, ni murmuré, ni siquiera pensé, sólo flote en la húmeda atmósfera del aire limeño. Cuando reaccioné, levanté la mirada y vi una pared de lunas de un edificio gris, emblema de la ciudad de Lima, miré mis ojos y sabía que estaba jodida mi situación.
Continué mi marcha silenciosa y vibrante, mientras mis piernas temblorosas me dirigían a cualquier camino, mi mente procuraba encontrar la casona con una pileta en el patio con un rótulo que diga La Casona , o siquiera un patrullero que ayude mi destino.
Con mi mente angustiada y los huevos encogidos por el temor y el frío, no, sólo por el temor; escuché una guitarra con una voz grave y criolla ¡de verdad estaba en Lima! Llegué a la puerta de una peña. Miré unos segundos el interior del lugar, a través de su puerta con lunas, vi una jarana muy buena en pleno transcurso, ¡qué jodida se estaba dando esa gente! Era viernes, es lo común. Mientras frotaba las escasas monedas dentro de mi bolsillo, masticaba la idea de entrar ahí, pedir una vaso de cerveza y encender el último Hamilton light que me quedaba. Todo tendría que durarme hasta el día siguiente; al menos, hasta que me boten del lugar ¡no! –exclamé en voz alta- ¿acaso no hay hoteles en esta ciudad? ¿Tendría que culearme un maricón para que me dé posada?
Con ocho pasos que iban mermando en firmeza, regresó mi fe al ver el patio en la entrada, resguardado por un portón colonial carcomido por el maltrato del tiempo y que entre sus líneas guarda historia, acompañado de un cartel hecho a mano que, en ese momento se aproximaba a mí refulgente. Era el hostal del Jr. Moquegua que por una hora y quince minutos estuve maldiciendo y llorando. Era una epifanía, temía que nunca se revelara y que me violaran un par de negros maricones con faldas y lápiz rojo.
Entré. Pagué a un viejito poco saludable por una habitación con televisor y baño propio. Calmado, subí con él hasta el cuarto 266, en verdad era una casona, tenía un corredor bastante sombrío en el segundo piso, como un poema de Baudelaire. Lo alumbraba un farolito y acompañaba una banca de junco para tres al lado izquierdo sobre el piso de parqué. Se oía como rechinaban las tablas viejas; se quejaban, como un anciano, sólo deseaban descansar.
El anciano abrió la puerta, y se marchó. Temeroso, entré al cuarto; el miedo era mayor al que tenía en la calle; palpando la pared encontré el interruptor y vi lo que anduve buscando desesperado por largo rato. Encontré un cuarto con piso de madera chillona tapizada con una alfombra azul oscuro-brillante, una pared de adobe color celeste, que supongo hacía juego con el suelo. La altura del cuarto era, calculo, de seis metros con techo de madera burdamente pintado de un celeste más oscuro. Coqueteaban dos cuadros costumbristas con uno naturalista. Mi cama, con cabezal color mármol amarillento, conjugaba en armonía con dos mesas de noche, distribuidas a cada costado. A un lado del cuarto se imponía un tocador de mujer, muy apropiado para la combinación con la cama y los veladores, todos adornados con volutas que se encorvaban para soportar unos tallados de rosas y flores.
El televisor, por el que había pagado algo más, era de doce pulgadas, estaba soportado por una mesa alta de 20”. Ver al televisor en ese estado movió mi compasión y me negué a prenderlo.
Ya pagué –pensé con resignación- . Me quité las zapatillas que guardaban unos pies sudorosos de buen caminante; el polo empapado, hubo sol esa tarde; y mi jean oscuro; las medias las dejé, hacía frío. Al verme en bóxer me dirigí al baño; si creí que mi cuarto era una broma, mi baño era una payasada. Una habitación de dos metros por tres, había sido distribuida para un inodoro rosado, un lavatorio pequeño y rosado, una ducha sin cortinas; todo conjugado por el moderno enchapado de cerámicas rosadas de los años 60’s. Por cierto, el foco era tan tenue, que me tropecé al bajar el desnivel del baño al cuarto, en verdad, todo era muy lúgubre.
Imposibilitado de poder leer por la precariedad de condiciones, me dispuse a dormir. Oré, agradecí, supliqué, reclamé y me persigné.
Me recosté, acomodé; mencioné unas tantas veces a la fallecida madre del anciano cuartelero y me entregué al sueño.
3
De pronto me incorporé… ¡puta mare! estoy en un cuartucho limeño a las doce y media de la noche.
en primer lugar, esa de darle tu polera a ese pobre e indefensa persona, no me la creo, lo que tu harias es venbderla pà comprar alcohol... pero bien que hayas encontrado cuarto...aun k si los negros como dices te hubieran dado alojamiento hubieras tenido mas que contar :D
ResponderEliminarjajaja... tus deseos son muestra de nuestra diferencia de sexualidad, jajaja...
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